sábado, 5 de enero de 2008

Sobre el tratamiento de los traumas

Aprovechando que estamos en época de reyes me viene a la memoria un regalo que me hicieron cuando era pequeño por estas fechas: mi primera bicicleta. Creo que es uno de los momentos más apasionantes que tenemos en nuestra infancia. Un pequeño gran paso dentro de nuestra madurez. Llegar a tener la bicicleta es algo así a como que tus padres te digan que te ven capacitado para mantener el equilibrio sobre dos ruedas. Algo que marca en la vida porque de alguna manera aprendemos a base de golpes a dominar algo que queremos tener. Es un regalo claramente aplicable a otras facetas de la vida.
En mi caso fue tanta la emoción, que recuerdo que después de estar toda una mañana dando vueltas por el barrio, no quería bajarme para ir a comer y mucho menos a dormir la siesta después, que dicho sea de paso, era obligatorio en casa. Pero tuve que cumplir con las dos exigencias que me planteaban mis padres. Al despertar, eran tantas las ganas que tenía de volver a subirme a mi bicicleta de color marrón que creo que desde la cama hasta sentarme en ella y comenzar a pedalear no tarde ni treinta segundos. Pero había algo raro cuando pasaba cerca de mis amigos y amigas del barrio, me señalaban y no paraban de reírse de mí. Al principio habré pensado que la bicicleta no les gustaba o algo así, pero cuando miré para abajo, me di cuenta de que iba en calzoncillos. Era tanta la prisa y las ganas de volver a pedalear que me había olvidado de ponerme los pantalones. Lo de ir sin camiseta era normal, porque por estas fechas en el cono sur están en verano y hace mucho calor, pero creo que de tanta vergüenza me puse de color morado.
Y esto que parece una simple anécdota repercute en mi cada día. No sé por qué, pero cuando voy llegando al trabajo o a entrar a una reunión, me viene la sensación de que me he olvidado de ponerme los pantalones. Y automáticamente miro para abajo y me los toco. Según nos explicó Freud, son experiencias que quedan en el subconsciente, y al habernos marcado de una manera fuerte en un momento determinado repercuten en nuestra realidad de manera constante a lo largo de nuestra vida.
Transcribo a Freud: "sacando a la conciencia una experiencia 'traumática' de este tipo, mostrándola de alguna manera al paciente, él o ella pueden "acabar de una vez por todas" con el trauma en cuestión y así curarse". En mi experiencia particular, esta anécdota de la bicicleta la he contado infinidad de veces y no me molesta en el desarrollo de mi vida. Pero yendo un poco más allá, y analizando otras teorías que abordan la psique humana, he llegado a la conclusión de que me convence más la teoría conductista elaborada por Watson y Skinner, donde a través de la conducta podemos modificar sensaciones. Yo no me he puesto a intentar cambiar este trauma (que viene del griego 'herida'), porque es una anécdota que me resulta graciosa, pero un conductista me haría cambiar mi percepción acerca de cuando me pongo los pantalones o cuando voy a comprarlos. De ahí que el valor empírico del conductismo me parezca más eficaz en el tratamiento, por práctico, que el análisis teórico freudiano. Tal vez un solo ejemplo no baste para refutar una teoría, pero según el filósofo danés Kierkegaard, el mundo es tal cual lo percibe cada individuo. Así que al menos para mí, es más efectivo el conductismo que el psicoanálisis de Freud para curar un trauma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es verdad, era obligatoria la siesta en casa...uff!!! un garrón y un gran trauma en mi vida adulta, no puedo vivir hoy a mis 29 años sin dormir la siesta.
PD: Mi primera bici estuvo mejor que la tuya, una Olmo de los bicivoladores.
PD2: Sé que mis palabras no tienen absolutamente nada que ver con el texto en sí..pero lo recordé y quería expresarlo.