viernes, 4 de enero de 2008

Los grados de caballerosidad

Era el típico profesor del que todos se burlan. No sé por qué pasan esas cosas, muchas veces creo que lo determina el aspecto físico, pero también creo que hay algo más y tiene que ver con la seguridad con la que te paras delante de la gente para comentar algo. Era el primer año de la universidad y no recuerdo bien que asignatura me daba, pero extraños vericuetos de la memoria, recuerdo que la aprobé con un siete. Con perspectiva dialéctica me atrevo a aseverar que no está del todo mal esa nota ante unos apuntes que superaban los mil folios. Maldita sea... cómo era el nombre de la asignatura. Es verdad la sensación de la punta de la lengua.
El tema es que una compañera del trabajo había organizado una fiesta en su casa. Después de unas cuantas copas, la gente suele soltarse un poco, o demasiado según se mire, y me lo estaba pasando bien. La música comenzó a sonar más fuerte, algunos saltaban y bailaban, otras se quitaban la camiseta y bailaban en sujetador, los baños de la casa estaban repletos de cosas para consumir pero escaseaba el papel higiénico. Vamos, una fiesta en toda regla. Yo estaba en una esquina charlando con una joven, que era hija de un alto cargo de Coca - Cola para Sudamérica y me comentaba como era eso de estar estudiando un año en Méjico y al año siguiente vivir en Brasil, para más tarde trasladarse a Argentina y así por todo el cono sur. Por un lado me gustaba esa idea de aprender de todo en todas partes, pero ella no opinaba lo mismo. Decía por ejemplo que no podía tener amigos estables, de hecho me hizo una gran reflexión acerca de lo que ella consideraba amistad. Era trágico, no había logrado hacer en toda su vida una amistad para siempre, esas que están en las buenas y en las malas. Recuerdo que la invité a bailar unos temas de música lenta y que no me animé a besarla. Timidez, estupidez, quién sabe.
Lo curioso era que en una de esas, de camino a la cocina a buscar algo para beber, me encuentro con cierta sorpresa al profesor de la universidad del que todos se reían. Me presenté y le dije que me había puesto un siete, pero el hombre no estaba del todo bien. Ya llevaba unas cuantas copas y no recuerdo bien que me dijo. Lo cierto es que me aprovisioné de unas bebidas y me puse a hablar con otra gente. Cuando salí de la cocina rumbo al salón, me vuelvo a encontrar con el profesor sentado sobre una mesa. Volví a saludarle y sin venir a cuento de nada comenzó a insultarme y a decirme que me iba a pegar. Mierda pensé, me lo estoy pasando de puta madre y este gilipollas me quiere joder la noche. Además que no he peleado con otra persona en mi vida. Solo una vez con un vecino que intercambiamos tres golpes cada uno y nada más, después nunca peleé. No le encuentro, ni le encontraré sentido jamás.
Pero ahí estaba frente al profesor que me había puesto un siete y que quería golpearme. Decidí alejarme y volver con la chica a bailar un rato más para pasar el mal momento. Pero de camino me encontré con unos colegas que me preguntaron por qué tenía mala cara. Les conté lo del profesor y me dijeron que no me preocupara. Baile un rato con la chica y entrada la noche decidí marchar a casa porque al día siguiente había que trabajar.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando al llegar al trabajo, comenzaron a preguntarme mis compañeros que dónde me había metido durante la fiesta porque me habían estado buscando. Les conté lo de la chica y me dijeron que no era por eso. Había cogido al profesor de los pelos, lo habían tirado al suelo y le habían pegado entre todos. Recuerdo que no me salían las palabras de la boca. Además me lo contaban con cierto tono recriminante, algo así como que ellos le habían pegado a alguien por mí y que yo me había escapado. No entendí el grado de caballerosidad al que se referían, pero me parecía una brutalidad. Ya me pareció que tenía bastante el hombre con tener lo que tenía, que además le pegaran. Mis colegas del trabajo se enfadaron por unos días conmigo porque mi respuesta fue que no me había parecido bien que le pegaran, ni que yo había dicho que le hicieran algo. Me sentí mal y me siento mal cada vez que me cuentan historias de peleas como grandes hazañas. Me parece una gilipollez. Además hay palabras que duelen más que mil golpes y al menos hacen reflexionar. Y eso me decía un boxeador con el que viví un tiempo: "cuando discutimos por cuestiones de organizar la casa me dices cosas que me duelen en el pecho y por más que te pegará sé que no te voy a hacer tanto daño como me lo haces a mí con tus palabras". Tampoco me tranquiliza, es violencia de todas formas, y es un recurso al que no deberíamos apelar nunca. Pero humanos somos y también viene de alguna manera en nuestros genes. Nadie puede decir que no ha sido violento alguna vez en la vida, haya pegado o no. Es una pena que esté en la condición humana y es una pena que no podamos erradicarla de nuestros genes.

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