martes, 4 de diciembre de 2007

La última misa

Corría mi último año en el instituto Domingo Savio, donde estudié durante 12 años, y la costumbre era por aquellos años, no sé si continuará aún, que los alumnos que egresaban preparaban la misa de despedida de ese ciclo lectivo. De alguna manera todos queríamos participar en aquella ceremonia. Había aquellos que preparaban una ofrenda a Dios, otros que se apuntaban a monaguillos, otros que leían un pasaje de la Biblia y como en todas las misas, pues aquellos que ponían la música a las canciones litúrgicas. Al saber tocar la guitarra, yo me apunté a estos últimos. Pero claro, no queríamos que fuera una coral más, o lo típico de ver a alguien tocando la guitarra con un piano de fondo. Nosotros lo teníamos que hacer distinto, así que decidimos formar un grupo en toda regla con la autorización del cura. Esto es, tocar la música correspondiente, pero con batería, teclados, bajo y dos guitarras.
El padre Valentín, nos dijo que sí, que no había ningún problema siempre y cuando respetáramos las partituras y los buenos modos. Así que después de algunos ensayos en el cine del colegio, llegó el gran día. Alrededor de 400 alumnos del instituto y nosotros que preparábamos la misa. Todo comenzó bien, cada cual hizo lo que debía, la ofrenda a Dios fue un ladrillo para dar las gracias por el techo que tenemos, se leyeron pasajes de la Biblia bastante interesantes, incluso los monaguillos estuvieron muy en su sitio sin reírse ni hacer tonterías. Nosotros veníamos tocando todos los temas como corresponde y los profesores asentían con la cabeza la buena interpretación de los temas. Pero cuando estaba legando la misa al final, a mí se me ocurrió que debía hacer algo para provocar una reacción en los alumnos.
Teníamos un himno en el instituto que era el Salve Don Bosco Santo, una especie de canto que unía a todos los alumnos del colegio. Así que decidí conectar inocentemente el distorsionador a mi guitarra eléctrica que provoca ese sonido tan típico en el rock and roll y en las bandas punk, antes de la última canción. Mi idea era que cantaran el himno del colegio pero más actualizado a los tiempos que corren, y que si gritaban y saltaban un poco no pasaría nada. Así que cuando el padre Valentín se despidió del altar, nosotros comenzamos con el Salve Don Bosco Santo. Pero antes que saliera por la puerta trasera camino de la sacristía, decidí pisar el pedal que distorsionaba el sonido y subí un poco el volumen. Recuerdo la cara del cura y como los alumnos que iban saliendo por la puerta querían volver a entrar para escuchar esa especie de canción litúrgica pero versión rockera. Algunos levantaban el puño en alto y otros pegaban pequeños saltos como si estuvieran en un concierto punkarra, mientras los seladores y profesores les empujaban para afuera. Duró tan solo un instante. Cuando comenzaba lo mejor de mi punteo vi como mis compañeros de grupo dejaban de tocar y como un profesor se acercó para decirme que aquello lo iba a pagar caro. Y así fue, lo pague caro. De los 72 alumnos de aquella generación, fui el único que tuvo que comenzar sus estudios universitarios medio año más tarde porque me quedó una asignatura pendiente: religión...
Pero ese medio año también me sirvió para reflexionar. Aprendí que por más que tuviera buenas intenciones, que quisiera unir a todos en un canto, de actualizar una canción a los nuevos tiempos, hay lugares donde hay reglas que hay que respetar y yo no las había respetado. Lo que hoy me llevar a pensar por un lado, que está bien que así fuera, pero también a reflexionar sobre por qué debemos pagar por lo que hacemos... (Continuará).

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