lunes, 17 de diciembre de 2007

Los inmigrantes

Hace años, trabajando en migraciones en Argentina, veía como todos los días llegaba gente con papeles en regla para quedarse a vivir allí. Al mismo tiempo y por dentro me florecía cierta contradicción. Por un lado no quería que, por aquel entonces mi país, se llenara de gente de otros lugares. Tenía una sensación de que si venían muchas personas de otras partes dejaría de ser lo mismo y de alguna idiota manera pensaba que todo iría a peor. Pero por otra parte, también sabía que Argentina era un país que se había hecho gracias a la llegada de inmigrantes de todas partes del mundo y esa idea también me gustaba.
Mirando aquello con perspectiva, creo que el verdadero temor era a que las cosas cambiaran. Porque, a mi entender, los humanos somos muy de rutina y de tener controlada nuestra particular realidad, y que todo cambio parece que fuera a alterar esa dosis de mini felicidad que encontramos en aquello que controlamos.
Años más tarde me encontré yo con la realidad de ser inmigrante por decisión propia y sentí realmente lo duro que es dejar toda una vida detrás para afrontar una nueva que nos sabemos que nos va a deparar, pero que siempre tenemos la esperanza de que nos muestre algo mejor de lo que conocemos. Y por momentos, se pasa realmente mal. Hay que hacer todo de nuevo. Ya no hay amistades de toda la vida, no hay familiares a donde ir a comer o a contar nuestros problemas, en algunos casos te encuentras con la dificultad de conseguir un techo y una cama donde dormir, por no hablar de la falta de comida.
Por su parte, los que están acomodados en su rutina, como lo estuve yo en Argentina con aquella contradicción, miran hacia un costado o directamente rechazan lo foráneo por miedo a perder su comodidad. En este sentido, quería reflexionar sobre el esfuerzo que deben realizar ambas partes, tantos los inmigrantes, como los locales, para entender la mentalidad de cada uno y de llegar a un punto en común que permita una sana convivencia.
A mi me costó mucho el primer tiempo acostumbrarme a una nueva cultura, con su lenguaje, su humor, tradición, gestos con las manos que cambian de un país a otro y significan cosas distintas, hábitos alimenticios, señas de identidad y concepciones diferentes de lo que nos rodea. Pero al mismo tiempo el que viene de fuera puede transportar su cultura desde otra parte, puede oxigenar de cierta manera una sociedad cerrada, abrir las puertas a nuevas concepciones del entorno y compartir su modo de interrelacionarse con el mundo. Tanto por un lado como por otro, si se comprende que es positivo el encuentro entre culturas, el beneficio es para todos. Y más en el siglo XXI, cuando las distancias son tan cercanas a través de los nuevos medios tecnológicos y cuando concebir una visión global del planeta es el gran reto al que nos afrontamos en esta nueva era.

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