
Y allí pasaron los días hasta que volvió de su viaje por Sudáfrica. Comenzó a repartir regalos y a explicar donde los había comprado, comentando de paso alguna anécdota y mostrando algunas fotos. Cuando todo terminó me dijo: "Mateo, tenemos que hablar". Y en ese instante recordé el regalo que le había pedido. Así que nos sentamos en un costado y comenzó a contarme... algo que me pasó. Recuerdo que decidimos tomar un barco para ir a avistar unos tiburones sumergidos bajo el agua. El cielo estaba despejado y había algunas nubes a lo lejos. Hasta entonces sólo había viajado un par de veces en barco y me advirtieron de las posibilidades de mareo, pero después de zarpar no sentía otra cosa que un gran cosquilleo en el estómago por acercarme a esa historia viva del miedo bajo el mar que representan los tiburones. La travesía no duró mucho y cuando llegó el momento de llamar la atención para que se acercaran tiraron una gran cantidad de carne sangrante al agua. Así que en parejas de a dos, y cada uno a su turno, fuimos bajando encerrados dentro de un cubículo enrejado con trajes de neopreno y equipos de buceo. Fue impresionante ver comer a esas criaturas y verlas pasar tan cerca con todo el temor que inspiran. La estancia bajo el agua duro poco, pero fue suficiente para comprender la grandeza de los animales que nos acompañan en la naturaleza. De ahí la alegría con la que aparezco en la foto, en esta historia que no siendo mía, es mía, y en esa foto que no siendo yo, he tomado prestada.
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